Autor: Andrés González
En el tiempo que las rutas cuarentainueves (Habana - Jaruco) llegaban a la última parada en la calle Zulueta y se quedaban ronroneando con su motor encendido, aliviados de la espera, los futuros pasajeros, levantándose de los quicios sucios del portal cuadrando los pañuelos para volverlos a poner en el bolsillo trasero del pantalón que se salvó del churre de la ciudad, algunos abandonando la otra cola y el intento de comerse una fritura en forma de rosca, estragados y casi a punto de llegar al mostrador de la cueva oscura y humeante que llamaban “cafetería de la esquina”, otros salvados de gastarse los tres pesos en un carro de alquiler, cargados, con bultos disímiles, javas de saco yute, pacientes con placas de tórax enrolladas como papiros, maletines de becados, se organizó la cola.
El # 1, con ese inevitable regocijo de ser el primero, receloso de los “colados” sabe que cuando la puerta delantera se abra ante sí tendrá la oportunidad de escoger entre los 42 brillantes verdes asientos desocupados. A medida que la fila avanza se van precipitando los pasajeros como niños en fiestas de piñata. Coñoo Cojii ventanilla!…los temibles dos de embarazadas…el largo atrás, los de ir de lado, la pesadilla de los que se marean y luego los de la mala fortuna de viajar de pie, bamboleados por curvas y frenazos, colgando como trapecistas, alternando los brazos agarrados del tubo niquelado……
Llegué contento a la cola de la 49, llevaba mis libros gordos y pesados, un maletín con ropa usada y un sombrero, lindo de jipi blanco, ala corta y cinta azul, mi padre me lo había regalado esa tarde de viernes, nadie pensé, tenía uno igual, Mercedes y Gilberto me intercalaron entre ellos y alcanzamos el asiento trasero, mi primo Rogelio Reyes que estaba también en la cola me quiso aliviar con mis paquetes, le di el sombrero y el maletín, la guagua se repletó de pasajeros, cerró las puertas y enfiló hacia el túnel de la bahía.
Yo sentado en el último asiento levanté la mirada, y lo vi, secándose el sudor de la cara con su pañuelo, sofocado por el tumulto y el abordaje, vestido de traje y corbata era un mulato viejo y corpulento, se agarró del espaldar del asiento con una mano, en la otra temblorosa tenía mi sombrerito de cinta azul. Espere a salir del túnel, le pedí gentilmente llevarle el sombrero, me sonrió, me lo dio y se colgó de tubo, por el Hospital Naval le dije “este sombrero es mío”, me miró extrañado y me quitó el sombrero de las manos, hace mucho tiempo de esto pero recuerdo que le dije entre otras ofensas ladrón, que yo sabía cuándo y como lo había conseguido, que él le había sustraído el sombrero a alguien que estaba sentado delante…a alturas de las Posadas de la Monumental y viendo la discusión a punto de volverse riña tumultuosa Gilberto me sugiere que llame a Rogelio… lo hice y fue así, me incorporo, grito “ROGELIO Y EL SOMBRERO?” me respondió enseñándomelo, y diciéndome…“AQUÍ ESTÁ!”
El mulato me miró, y conteniendo las ganas de estrangularme, ¡¡me gritó “COMEMiERDAAaa!!” Calificativo que encuentro muy adecuado y acertado para el momento. Ese día aprendí a no prejuzgar, él se bajó en la parada de la Cueva del Humo, por las Escaleras de Jaruco, viré la cabeza cuando la 49 arrancó y lo vi por el cristal trasero, acomodándome su sombrero de Jipi y cinta azul, igualito al mío.