Autor: Andrés González
En este mes de marzo, el 25, Eloísa Sánchez mi madre de crianza cumpliría 135 años. De niño me aterraba la idea de que un día muriera, en verdad ese es un temor infantil que opino todo menor tiene de perder seguridad y amor, a alguien muy querido, un padre, una madre, un abuelo/a, en mi caso particular todo lo anterior en una persona.
De su mano visité a sus amistades del pueblo, a veces en visitas de prima noche para dar pésames llorosos; también a sus pocos clientes en las tardes de los viernes para llevar piezas de ropa lavada, doblada y envueltas en toallas blancas, azulosas de añil. Le llevaba varios días procesar el inicial bulto de ropa sucia, traído los lunes, encender entre las tres piedras del patio las tusas de maíz secas con luz brillante, rajar la poca leña con un hacha mellada, envuelta en humo blanco, derretir el jabón amarillo en el agua caliente de la ahumada lata metálica, empujar y machucar las piezas sacarlas humeantes de vapor en la punta de un palo de escoba, meterlas en la cuadrada batea de madera mediada de agua de lluvia, a nudillo restregar y a dos brazos exprimirlo todo, tender, subir las varas y vigilar las nubes, al otro día almidonar, rociar y al final en las madrugadas planchar de pie, yo la sentía acostado en la cama en las madrugadas, sin valorar sus sacrificios como lo hago hoy.
El portal de la casa donde crecí en Caraballo tenía creo la solera más baja del pueblo, para entrar ya con mi altura de vara de tumbar gatos, debía de inclinarme para no golpearme la cabeza, era una especie de reverencia obligada, hacía nadie, hoy pienso que no lo hice suficientes veces para ella, las reverencias, para agradecerle.
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