Autor: Andrés González
Orestes Guayabo me tiró temprano de la cama, a las once de la mañana ese sábado, un madrugón, considerando que solía dormir las mañanas sin escuela hasta las dos de la tarde con ese único profundo sueño de la pubertad y la adolescencia. Venía de pase militar, me trajo de regalo para mis guerras (de escopetas de madera ligas de cámaras de bicicletas y chapas de botella como zumbantes proyectiles) dos cascos de entrenamiento con vetas de camuflajes de un verde terroso que sacó de un saco de yute y dejó caer en el piso de mi portal con sonido de güiras secas.
Con algo aún dentro del saco que se tiró al hombro lo seguí por la calle de la Caña a la casa de guano, tablas de palma y piso de tierra de su tío materno, recuerdo que lo encontramos sentado en el quicio de la puerta que daba al patio persiguiendo pan en mano la licuada yema amarilla de un huevo criollo frito haciendo un semicírculo en el fondo de un cascado plato esmaltado. Piñero, el tío, lo miro detallándolo vestido aún con el traje verde olivo, grande para su talla, le miró a la boina le percutió con los nudillos la punta metálica de las botas rusas negras, tomó agua de un jarro de aluminio y le preguntó “pesan?"
Atravesamos el patio, asediados por los chillidos de una puerca famélica que olfateó el saco hasta que se lo permitió el largo de su soga, de un brinco saltamos el hilo cristalino de agua de la cañada con pececillos y guajacones nadando contracorriente. La resolana del medio día atravesando a paso forzado la tierra arada de Pastora la Viuda, reverbera y desfigura los patios del Vedado sus tendederas multicolores y los techos de tejas rojas, bordeando la finca de Melón y la de Juan José mirando a lo lejos las azules lomas de Ponce, atravesando guardarrayas, espantando con nuestras pisadas en el polvo del camino bandos de codornices con el tremor de sus alas escapando dentro de los plantones y la paja de las cañas; cortando camino llegamos a la finca de Laito Diez. Nos detuvimos frente a una ceiba gigante, Laito nos saludó ya en camino al pueblo montado en su caballo, lo hizo con un saludo de mano y acomodando el peso de las alforjas y las cantaras de leche ...
Guayabo dio tiempo a que se alejara, cuando su sombrero desapareció en la curva del camino a Caraballo, abrió el saco y sacó la metralleta checa y de los bolsillos de tachones de su pantalón tres peines de balas. Acomodó unas botellas y un plato de una ofrenda vieja entre las enormes raíces del árbol se separó apuntó y disparó una ráfaga, el tableteo hizo eco, cacarearon las gallinas y los gallos de la arboleda cercana. La segunda ráfaga la tiró a las ramas, una tiñosa agonizante cayó rodeada de gajos en cruces encima del pasto verde, fui entre las raíces revisé el plato y la botella, ilesos, me quemé la yema del pulgar tratando de sacar un plomo incrustado en el tronco, con el rabo del ojo miré al Guayabo poniendo el último peine y entendí que no estaba en el mejor lugar, tiró de nuevo hasta la última bala, nunca hizo blanco…. Al final se sacó las botas, se fue a la arboleda, trepó como un simio la mata de caimitos, de rama en rama fue alcanzando los frutos, me recomendó hacer un jamo con el saco de yute y mis brazos para capturarlos en el fondo del saco la metralleta, aún lo recuerdo tomando puntería entre las hojas verdes y terrosas, según su lado, siempre, sin fallar me dio en la cabeza, todas las veces...
Los cascos después de protegerme en las guerras de chapas, cuando no combatí más, los convertí en macetas que colgué en cada extremo en mi bajito portal.... Tiempo después me confesó que con los caimitos siempre me apunto a la chola.
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